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domingo, 1 de noviembre de 2009

El día que cayó el Muro

El 9 de noviembre de 1989 empezó el ocaso de una era. Miles de alemanes de la entonces comunista República Democrática Alemana se plantaron a los pies del Muro de Berlín. Tres estudiantes nicaragüenses y ex funcionarios del gobierno revolucionario de entonces recuerdan cómo vivieron aquel histórico día de noviembre
Por: Carlos Salinas Maldonado
El día que cayó el Muro de Berlín, Mauricio Paredes estaba encerrado en la sala de estudiantes de la Universidad de Dresde, en la República Democrática Alemana, pegado al televisor junto a otros compañeros de estudio. Paredes, un estudiante nicaragüense de 22 años que cursaba la carrera de Telecomunicaciones, miraba con sorpresa cómo miles de alemanes, sin disparar un arma, se apostaban a los pies de la muralla que había dividido a su país por casi treinta años y exigían cambio.

—¿Quién lo iba a pensar?— se preguntaba uno de los compañeros.

—¡Mira, mira! ¡Se están subiendo al muro!— gritaba otro.

Para Mauricio Paredes aquellas imágenes que retransmitía la pantalla aquel cálido día de otoño eran increíbles. A nadie le pasaba por la cabeza que aquello llegara a ocurrir algún día. No en la República Democrática Alemana, una potencia económica, la economía más sólida del bloque socialista liderado por la Unión Soviética. Y el país que había acogido, por solidaridad socialista, a aquel joven chinandegano llegado a los 19 años.

Mauricio miraba la televisión y dudaba. ¿Estará ocurriendo de verdad?, se preguntaba.
Al otro lado del muro, el resto del mundo se hacía la misma pregunta. El 9 de noviembre de 1989 la cadena canadiense CBC transmitía aquellas imágenes desconcertantes. “Las futuras generaciones recordarán esta noche como la noche que la Guerra Fría realmente terminó”, anunciaba un entusiasmado y rubio presentador embutido en su saco negro, con una flor roja en la solapa, quien invitaba a los televidentes a ver “las sorprendentes imágenes” de jóvenes alemanes subiéndose al Muro de Berlín, unos arriba ayudando a otros a subir; otros ondeando banderas rasgadas de la Alemania Democrática; aquellos abrazándose, llorando, bailando y cantando. Sí, amigos televidentes, de verdad está ocurriendo
Ciudad dividida. Soldados soviéticos ondean la bandera roja de la URSS en el Reichstag de Berlín. La ciudad fue tomada por los aliados en mayo de 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial. Abajo, una soldado soviética saluda en una calle destruida de Berlín.
Jacinto Suárez, encargado de relaciones internacionales del Frente Sandinista, se enteró de la Caída del Muro de Berlín por la radio. Era una nota urgente que informaba lo que estaba pasando en la capital alemana. Suárez sintió estupor. Eso no podía estar pasando. No debía suceder. Detrás de la caída del Muro, pensó, venía todo el sistema.

La Nicaragua de entonces era un país sumergido en el caos. Una guerra que no terminaba, un proceso de paz que avanzaba lento, una economía devastada. Las elecciones habían sido adelantadas y el Frente Sandinista ponía todos sus esfuerzos en convencer a una sociedad cansada de que el continuismo era lo mejor. “Todo será mejor”, era el eslogan de campaña.

Las noticias que llegaban de Alemania contradecían aquel discurso.

Suárez comentaba la noticia recién anunciada en la radio con sus compañeros de relaciones internacionales del partido. La preocupación de todos era por el futuro del sistema. Alemania era una nación sólida, y si eso ocurría allí, ¿qué podía pasarle a los demás países del bloque? A Suárez le parecía que aquella voz de la radio anunciaba más bien el fin de la historia.

El 9 de noviembre de 1989 La Prensa publicaba en su portada el siguiente titular: “Cayó el Muro de Berlín. Alemania comunista abre todas sus fronteras”. Abajo, una foto de doña Violeta Barrios de Chamorro, entonces candidata de la Unión Nacional Opositora (UNO), en conversaciones con el presidente de Estados Unidos George Bush. “Doña Violeta gestiona el fin del embargo”, anunciaba el diario. Más abajo aún, una nota económica informaba que el cambio del dólar había llegado a 40 mil córdobas. En la página cinco de esa edición, un anuncio rezaba: “UNO sí puede”.

Al día siguiente del inicio de la caída del Muro de Berlín, Mauricio Paredes salió a pasear con sus compañeros por las calles de Dresde. Lo que miraba no lo creía. La ciudad gris, de gente uniformada, adoctrinada, seria, se había convertido en una fiesta. La gente cambió ropas uniformadas por colores alegres, sonreían, en sus caras se veía la esperanza. Era como si la primavera se hubiera adelantado.

Ese sentimiento no lo compartían los estudiantes extranjeros. Lo que ellos sentían era incertidumbre sobre su futuro en una Alemania unificada, sin el brazo del régimen que los había traído hasta aquí, que los alimentaba y educaba. Habían escuchado que Cuba y Corea del Norte ordenaron el regreso de sus estudiantes. Temían que les pasara lo mismo.

Mauricio sentía pesar por el socialismo alemán. Él, que venía de un país donde faltaba todo, admiraba a una sociedad que no tenía problemas para estudiar, que compartía la comida, que tenía medicinas, que se podía vestir. Pero esa sociedad estaba cansada. Tenía que pedir permiso para viajar durante las vacaciones de verano. Tenía que solicitar al régimen la compra de un carro y esperar meses, quizá años, para recibirlo. Tenía que participar en actividades oficiales. Y no podía decir lo que pensaba, protestar, decidir por cuenta propia. Una sociedad encerrada en su jaula dorada. Con un sentimiento de que otra parte de ellos, su otra mitad, estaba al otro lado del muro construido hacía ya más de 28 años.

La construcción del Muro de Berlín fue pasmosamente rápida. Entre la noche del 12 de agosto y la mañana del 13 de ese mes de 1961, el régimen de la República Democrática Alemana, ocupada por tropas soviéticas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, había ordenado cerrar las fronteras de Berlín oriental y dividir la ciudad con alambradas y muros de hormigón. Los alemanes se despertaban desconcertados. Estaban confinados, encarcelados. Al otro lado quedaron familiares, amigos.

Desde 1949 era relativamente fácil viajar a la zona occidental. Es más, dos millones y medio de alemanes orientales lo habían hecho, pero sin regresar. Muchos de ellos técnicos, profesionales, obreros calificados. Eso había disparado las alarmas del régimen comunista, que temía que el país se despoblara, que su economía colapsara. La solución era entonces encerrarlos a todos. A 17 millones de almas. Que se quedaran aquí, construyendo el ideal comunista, lejos de la tentación del capitalismo fascista, porque para las autoridades alemanas orientales y soviéticas, la muralla construida en Berlín era el muro de contención del fascismo. “Antifaschistischer Schutzwall”, Muro de Protección Antifascista, lo bautizaron.

La construcción del Muro, escribió Frederick Taylor, autor del libro El Muro de Berlín, “constituyó un brutal y eficaz despliegue de poder por parte de Alemania Oriental y sus protectores soviéticos. Pero también puso de manifiesto el fatal fallo del totalitarismo: la incapacidad para proporcionar a sus ciudadanos un nivel de vida decente o un canal de expresión aceptable”.

Y los alemanes comenzaron a resentirlo. “Freiheit! Freiheit!” “¡Libertad! ¡Libertad!”, gritaban decenas de ellos congregados a finales de octubre de 1989 en la estación de trenes de Dresde, a 300 kilómetros de Berlín. Habían escuchado el rumor de que las autoridades abrieron fronteras occidentales y que trenes provenientes de Praga, la capital de Checoslovaquia, venían cargados de persona ansiosas por trasladarse a occidente. Ellos también querían hacerlo y por eso llegaron hasta la estación, esperando la oportunidad, cuando los trenes se detuvieran, para subir rumbo a la libertad.

Pero las autoridades no lo permitían. Sin disparar una sola bala mantenían cerrada la estación e impedían la entrada de los manifestantes.

Una de aquellas noches Carlos Porras se acercó a curiosear por las cercanías de la estación de trenes. Había llegado a Dresde en 1986 proveniente de la calurosa Nicaragua para estudiar Ingeniería Eléctrica. Era un muchacho de 21 años bien adoctrinado: estaba ahí para prepararse, regresar a su país y construir el socialismo.

Pero aquella noche de finales de octubre, un sentimiento que no podía describir se apoderó de él. Era el resultado de ver a decenas de personas gritando que querían libertad y su efervescencia, el ruido estremecedor de sus voces. Las ganas de cambio.

Aquella escena lo impactó. ¿Por qué la gente no quería al sistema? ¿Entonces qué forma de gobierno querían? ¿Cuál era la correcta? Carlos pensaba lo mismo que su compatriota Mauricio Paredes: los alemanes debían estar locos. Ellos tenían todo lo que los nicaragüenses necesitaban. Había llegado a un país maravilloso donde nadie pasaba hambre, donde todos trabajaban, donde la salud y la educación eran para todos. ¿Qué les pasaba a estos alemanes? ¡Una protesta así es inconcebible!

Y sin embargo ocurría. La gente se movilizaba, protestaba. En Dresde, en Leipzig, en Berlín. Miles se apostaban en las sedes de las instituciones públicas, hacían veladas con candelas durante las noches, recorrían las calles pidiendo libertad. Las manifestaciones hicieron dimitir al líder del Partido Socialista, Erich Honecker, y el nueve de noviembre, la libertad llegó: las autoridades alemanas ordenaron abrir las fronteras de Berlín Oriental y miles de alemanes se trasladaron hasta el muro, botellas de champán en mano, a celebrar el ocaso de una era.

El día que cayó el Muro de Berlín, el nueve de noviembre de 1989, Víctor Hugo Tinoco apenas se percató. El vicecanciller del régimen sandinista estaba demasiado inmerso en el proceso electoral, en las negociaciones de paz, en la crisis interna. No había tiempo para reflexionar sobre lo que había ocurrido allá, en la Alemania aliada, por mucho que eso pudiera ser un campanazo de alerta de lo que más tarde ocurriría en Nicaragua.

El Frente Sandinista organizaba marchas multitudinarias, llenaba la vieja Plaza de la Revolución y estaba seguro -obcecado tal vez- con que el triunfo era de ellos. El ocho de noviembre el presidente de la Asamblea Nacional trataba de conseguir votos para el partido de una forma bastante peculiar. Carlos Núñez gritaba a los seguidores del Frente congregados en El Sauce, León, que si la Unión Nacional Opositora buscaba palo, palo iba a tener.

“Responderemos a una pedrada de la UNO con diez pedradas sandinistas”, decía Núñez.
Un día después, el nueve, comenzarían las negociaciones en Nueva York entre representantes de la Contra y el gobierno de Daniel Ortega. La guerra financiada desde un inicio por Estados Unidos era una piedra que había que sacarse para convencer a los votantes que si el Frente Sandinista se mantenía en el poder todo sería mejor. Esa guerra, según algunas fuentes, ya había dejado 3,500 jóvenes muertos.

El presidente Ortega había propuesto a Washington un cese al fuego, la posibilidad de decretar una amnistía general y suspender la importación de armas del bloque soviético hasta 1990, a cambio de un acuerdo sobre el desmantelamiento de la Contra. Y Bush le contestó, lacónico, que si quería negociar, que se entendiera directamente con los dirigentes de la Contra.

El día que cayó el Muro de Berlín, por lo tanto, el vicecanciller Tinoco no tenía tiempo para analizar la tragedia que se le venía encima al bloque socialista. Y a la pequeña Nicaragua de economía escuálida, dependiente del suero inyectado por los aliados soviéticos.

El que sí previó lo que se venía no fue un alto funcionario del Estado o un lúcido asesor del Gobierno, sino un joven de 21 años que había llegado desde Nicaragua a estudiar a la Escuela de Ingeniería de Nordhäuser, a 150 kilómetros de la capital. El día que cayó el Muro de Berlín, Álvaro Corea estaba encerrado en la sala de estudiantes de su universidad, viendo en un pequeño televisor cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Estaba en schock. Para él fue estremecedor ver a aquella gente cruzando las fronteras hacía unas horas infranqueables. Todo un sistema que decidía por ellos se venía abajo. El espíritu socialista que tras años y años había impuesto el régimen se evaporaba. Y Álvaro pensó que era la hora de Nicaragua. La hora del cambio.

“No se puede seguir viviendo con limitaciones para desarrollar las ideas, las iniciativas”, se dijo. Más de tres meses después de aquel nueve de noviembre, Álvaro volvía a estar pegado al televisor de la sala de estudiantes. El 25 de febrero de 1990, con el 54 por ciento de los votos, Violeta Barrios de Chamorro ganaba las elecciones. Era el fin de una era.

Fuente;La Prensa.com.ni

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