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jueves, 29 de octubre de 2009

La foto de mi padre

Por Jaime Bayly en Octubre 25, 2009

Cuando mi padre murió hace casi tres años, no sentí nada parecido a la tristeza. Sentí un alivio profundo y una tranquilidad culposa. Mi madre me llamó al celular a las cinco de la mañana para darme la noticia. Estaba llorando. Mi padre había muerto en sus brazos. Mi madre estaba tranquila en el teléfono, ya todos sabíamos que la muerte de mi padre era inminente. No lloré. Regresé a la cama y seguí durmiendo. Aquella tarde de diciembre pasé por la casa de mi madre y contemplé a mi padre muerto dentro de un ataúd instalado en el comedor. Estaba de traje y corbata, muy elegante, y le habían puesto su Rolex preferido. Se veía apuesto y sereno, como si estuviera cómodo allí.

Miré a mi padre muerto y no sentí nada. Me había despedido de él unos días antes, en la clínica, cuando ya estaba inconsciente. Le di un beso en la frente, le dije que había sido un buen padre, lo tomé de la mano y besé su mano. Fue un gesto cortés, una despedida caballerosa. No me emocioné ni sentí que estuviera diciendo rigurosamente la verdad (pero a veces la cortesía consiste en escamotear la verdad).

En casa de mi madre, al lado del ataúd donde empezaba a corromperse el cadáver de mi padre, la gente me daba el pésame. Nadie sabía bien cómo darme el pésame. Algunos decían ``mis condolencias'' o ``mis más sentidas condolencias'' o ``mi sentido pésame'' o ``te acompaño en tu dolor''. Todo me parecía falso.

Yo no sentía ningún dolor, en todo caso sentía un alivio considerable. Era como si me hubieran quitado un peso de encima, un lastre que casi acabó por hundirme en el pantano con lagartos y caimanes que fue la vida con mi padre. Ahora podía caminar tranquilo, el viejo ya no seguiría diciéndome que mis libros eran una basura y que mis programas eran una vergüenza y que la familia estaba asqueada, abochornada, harta de mí.

Al día siguiente les pregunté a mis hijas si querían ir al funeral de mi padre. Me dijeron que sí, que les daba curiosidad. Nunca habían asistido a un funeral. Aunque a duras penas conocían a su abuelo muerto, querían fisgonear el mórbido espectáculo. Por eso fuimos al sepelio en el sur. Subimos a la camioneta mis dos hijas, dos empleadas domésticas y yo. Mi hija menor no estaba contenta con su vestido. Quería otro vestido, uno más lindo, uno que le quedase mejor. Nos detuvimos en un centro comercial y compró un vestido que le pareció apropiado. Luego conduje a toda prisa, tan rápido que las empleadas iban asustadas, pidiéndome que bajase la velocidad. A medio camino en la autopista al sur, sobrepasamos la caravana de autos que seguían al vehículo de la funeraria que llevaba el cadáver de mi padre. Mis hijas parecían contentas y yo también. Escuchamos canciones de Coti, de Calamaro, de Drexler, de Julieta Venegas. Mi padre estaba muerto, rumbo al cementerio, y, sin embargo, era un día feliz.

En el cementerio, mis siete hermanos cargaron el ataúd. Yo me mantuve distante, como distante me mantuve durante tantos años sin hablar con mi padre. Mis hermanos me miraron con severidad, reprochándome esa última, predecible deserción. Pero yo no quería cargar a mi padre porque ya había soportado esa carga durante cuarenta años y ahora sentía que me tocaba descansar.

Antes de que empezaran a echar tierra sobre el ataúd de caoba, mi madre y mis hermanos se acercaron y dejaron flores. Sentí que debía estar a la altura de los refinados modales en los que fui educado. Me acerqué, besé el ataúd y me retiré con gesto adusto.

De regreso en la camioneta, mis hijas y yo cantamos algunas canciones de Calamaro y sentí que una extraña forma de júbilo o euforia se había apoderado de nosotros, como si un veterano enemigo se hubiese marchado para siempre, como si hubiese conseguido ganar la guerra más despiadada, como si por fin hubiera derrotado a un adversario que en algún momento me había parecido indestructible, invulnerable.

o he vuelto al cementerio ni volveré. No he rezado por mi padre ni rezaré. Tengo en la casa de Miami una foto suya que me regaló mi madre. Mi padre aparece sonriendo. Es por eso una foto falsa, forzada: así nunca me sonrió a mí. Ese señor que sonríe con aire beatífico no es mi padre, o no es el que yo recuerdo. Ahora que estoy mudándome a Bogotá, tal vez debería deshacerme de esa foto.

Fuente: http://www.elnuevoherald.com/opinion/story/573401.html

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