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domingo, 25 de abril de 2010

Nicaragua en los viajeros alemanes del siglo XIX

Jorge Eduardo Arellano .
Más de diez viajeros alemanes recorrieron América Central —y especialmente Nicaragua— durante el siglo XIX. El explorador Ritter von Friedrichsthal (1809-1842) vino en 1837, y además de escalar los volcanes Concepción y Maderas, dejó el informe “Notes of Lake and the province of Chontales”. Friedrichsthal, fallecido a los 33 años, fue el primero de esos admiradores y seguidores del grande y sabio Alexander von Humboldt (1769-1854), autor del estudio “La República de Centroamérica o Guatemala” (París, junio de 1826).

Menos conocidos que los norteamericanos (Stephens y, sobre todo, Squier), franceses (como Brasseur de Bourbourg) e ingleses (por ejemplo, Thomas Belt), los alemanes también aportaron sus observaciones sobre las costumbres e idiosincrasia de los nicaragüenses durante la década de 1850 a 1859. Ellos, igualmente, refirieron sus experiencias viajeras con “el ojo fresco para el paisaje tropical”, no sin desprenderse de sus prejuicios ideológicos y de su mentalidad etnocéntrica.
El pintor Heine
Wilhelm Heine (1827-1885) siguió al explorador Friedrichsthal. Nacido en Desdren, había estudiado en París con beca del Príncipe de Sajonia, y se destacaba como dibujante de arquitectura en el Teatro Real, cuando en 1849, a causa del movimiento revolucionario del año anterior, tuvo que trasladarse a los Estados Unidos. En Nueva York conocería a Ephraim George Squier, quien lo contrató para sustituir a James McDonough como dibujante en el nuevo viaje que preparaba a Centroamérica. Pero no pudieron juntarse. Mientras Squier aplazaba su partida, Heine salía de Nueva York, en dirección a nuestra tierra, el 28 de mayo de 1851.

El 19 de junio del mismo año ya estaba en San Juan de Nicaragua, insalubre puerto de cuatrocientos o quinientos habitantes de los cuales tres quintas partes eran indios o negros; al arribar, estaba rodeado de una selva impenetrable. Allí alquiló por un dólar y medio diario una habitación en la posada alemana del señor Wiener. En un bongo, admirando paisajes del río San Juan, se entretenía recogiendo plantas y cazando lagartos. Pero el artista de 34 años ardía en deseos de entregarse pronto al estudio de la naturaleza tropical en Granada.

A esta ciudad-puerto, tras salir de Greytown (así llamaban los ingleses a San Juan de Nicaragua) el 23 de junio, llegaría once días después: la madrugada del 4 de julio. Heine descubrió las aguas termales de Tipitapa y recorrió el Norte de Nicaragua (Metapa, San Rafael del Norte, Totogalpa, Ocotal, Dipilto); así lo narra en su libro Wanderbilder aus Central-Amerika / Cuadro de un caminante en América Central (1853).
Froebel, Newmark, Marr
Más valioso es Julius Froebel (1805-1893), geógrafo y naturalista, quien consagró a Nicaragua nueve extensos capítulos de su libro Siete años de viaje en Centro América, escrito en inglés (Londres, 1859). Entre múltiples experiencias, Froebel describió los hervideros de San Jacinto, y vio dos representaciones teatrales al aire libre: una imitación en Tipitapa de “El Tartufo” de Moliere, y un “baile” de moros y cristianos en Telica. Asimismo, visitó a los indios sumos junto al río Siquia en los confines de Chontales.

Por su lado, en Sixty years in Southern California, el judío prusiano Harry Newmark (1834-1916) —uno de los emigrantes pioneros de la California meridional— relató objetivamente su paso por nuestra ruta del Tránsito, de Nueva York a San Francisco, entre el 30 de septiembre de 1853 y el 16 de octubre del mismo año. Y Wilhelm Marr (1819-1904) —revolucionario y antisemita, improvisado médico en Nicaragua e ingeniero, empresario de colonización, y finalmente comerciante en Costa Rica— publicó en 1863, en dos tomos, Reise nach Central-Amerika (Viaje por la América Central), donde se consigna información relevante sobre ambos países.
El puerto de La Virgen descrito por Scherzer
Carl Scherzer (1821-1903), interesado en etnología, fue íntimo amigo del naturalista Morris Wagner (1813-1887). Viajaron juntos a Estados Unidos en 1852, y de ahí en abril del año siguiente, se dirigieron a Centroamérica arribando a San Juan del Norte. Luego prefirieron internarse por tierra a Costa Rica, donde escribieron un libro. En febrero de 1854, Scherzer se desplazó a Nicaragua y Wagner a El Salvador para reunirse en Guatemala. A su paso por La Virgen, el autor de Travels in Free States of Central America: Nicaragua, Honduras y El Salvador (London, 1857) describió esta escena del tráfico interoceánico:
“Allí están de pie los viajeros esperando impacientemente nuestra llegada. ¡Y en realidad conforman una muchedumbre abigarrada! Americanos, alemanes, irlandeses, franceses, mulatos, negros, criollos, españoles, chinos, se intercambian ansiosas miradas, unos cuantos saludos breves y apretones de manos, y unas cuantas preguntas vehementes […] Los grupos nativos de este puerto presentan un cuadro distinto. Indios y ladinos, semidesnudos, se aglomeran en torno a nosotros tan pronto como desembarcamos, para escándalo de algunas damas americanas de Boston o de Filadelfia, devotas del dólar, pero sin educación estética que les permita admirar el despliegue de fuerza y belleza masculina en estas morenas formas atléticas”.

Scherzer agrega: “Hay también abundancia de morenas damiselas, con su cabello color de azabache enrollado descuidadamente en sus cabezas y ostentando adornos de oro y de oropel sobre sus pechos altos, algo recargados. Su proceder no tiene nada de tímido y efectúan formidables ataques contra los bolsillos y los corazones de los galanes californianos”.

Lavanderas y lagartos en el lago de Managua
La mansión de don Hipólito Prado lo acogió como huésped en Managua. “Su esposa, robusta y distinguida dama, desempeñó su papel de anfitriona con todo miramiento y decoro. La casa era espaciosa y limpia, en su patio había naranjos, bananos y piñas.” Fue a bañarse al lago, cuyas aguas densas y de un color amarillo-verdoso estaban violentamente agitadas. “Sus olas, sin embargo, no eran tan altas como las del lago de Nicaragua. Vi allí lagartos de 8 y 10 metros de largo; flotaban tan quietos que si no les hubiera visto sus escamas con mis catalejos les habría creído trozas de madera. Innumerables garzas y tortugas se asoleaban en la plaza, y grupos de mujeres y muchachas lavaban ropa; casi todas eran indias desnudas hasta la cintura, y las crenchas lisas les caían sobre el pecho y las espaldas. Un poco más allá se bañaban los hombres”.
Sin maíz en el Norte
Como Heine, Scherzer atravesó la región norteña del país. Visitó algunas minas de oro y plata cerca de Matagalpa. Ejerció la medicina en ese pueblo, detectando tres enfermedades: la tosferina, la viruela y la lepra. Igualmente, trazó un cuadro de la producción del Estado en términos estadísticos y humanos. Mientras viajaba hacia la frontera con Honduras, se alojó en la vivienda de una familia campesina, para comentar luego: “La cosecha de maíz se había perdido por completo ese año, por efecto de la langosta, y los pobres habitantes de esta morada en el bosque se habían visto obligados a vivir exclusivamente de frijoles y de la leche que daba, en muy pequeñas cantidades, una vaca muy flaca una vez al día. Cuando a la mañana siguiente les di a mis mulas unos puñados de maíz que había traído conmigo como una dieta más nutritiva que la que podía hallar aquí, esas pobres gentes recogieron cuidadosamente las pocas tuzas dejadas por las mulas a fin de cocinarlas para un enfermo”.
“El santo de Mozonte”
En varios lugares, Scherzer oyó hablar con reverencia —por hombres de todas las clases— del padre Bonilla, llamado “el santo de Mozonte”. En Ocotal se lo encontró vestido de sotana blanca con el cabello canoso y una expresión afable. El viajero había esperado de él que fuera capaz de brindarle datos interesantes, “pero el buen padre estaba ansioso de oír las nuevas sobre el estado de los asuntos públicos, y de hablar de los turcos y los rusos, y de la tierra santa en Jerusalén. Él estaba a favor de los rusos”. Y agrega: “El padre Bonilla reunía en su persona cultura y bondad. La situación de los indígenas le afligía y se empeñaba en procurar el alivio de sus almas; cada centavo que podía conseguir lo destinaba a cubrir las necesidades materiales de ellos. Pero era un sofisticado dado su interés por la gente de Europa”.
El Hidalgo de San Rafael del Norte
Otro personaje que Scherzer trató en Las Segovias fue don Miguel Lanzas, entonces “el único poblador de raza blanca en San Rafael del Norte”. Se apareció el alemán en casa del hidalgo a las diez de la noche, y no le abrieron la puerta sino hasta después de pedirle las cartas de recomendación que pasó a través de un resquicio. Unas semanas antes, ladrones habían entrado en casa de uno de los más viejos y acaudalados habitantes, a quien asesinaron en su cama y le robaron.

A pesar de que cuando Scherzer llegó la familia dormía, pronto la casa entró en movimiento y comenzaron a prepararle una cena suculenta. Don Miguel, ya octogenario, estaba contento de tener bajo su techo a un huésped con quien conversar. “Hablamos de muchas cosas: de política francesa, de poesía inglesa y de prosa alemana. En todo ello era un hombre muy versado. Había leído a Byron, conocía la vida y milagros del político [además de poeta y dramaturgo] italiano Silvio Pellico [1789-1854] y lo de la fortaleza de Spielgerg [en Austria] donde estuvo preso, y también sabía que la volubilidad del pueblo francés había entronizado a otro emperador”.

Quería saber don Miguel Lanzas si ese Luis Napoleón no era el mismo que unos años atrás, estando preso en el Castillo de Ham antes de ascender al trono, había proyectado la construcción de un canal interoceánico a través de Nicaragua. “¡Ah” —exclamó el ilustrado hidalgo— “ese hombre, con su energía y gran clarividencia, hubiera podido llevar a cabo la grandiosa empresa con que hemos soñado durante trescientos años!”

Yegor von Sivers arriba a El Realejo
Entre mediados de 1850 y finales de 1851 permaneció en el Caribe y la América Central el poeta e historiador Yegor von Sivers (1823-1879). Nacido en Livonia, junto al Báltico, se identificó con la revolución alemana de 1848, y cuando ésta fue reprimida decidió emigrar a América. Adquirió casa y plantación en Guatemala, pero se desilusionó de la situación social y política; también se enfermó de fiebre amarilla y tuvo que retornar a Europa.

Antes, siguiendo los pasos de Squier, pasó por Nicaragua, arribando El Realejo procedente de la Isla del Tigre, en el Golfo de Fonseca, en una pequeña embarcación que transportaba pieles de ganado vacuno, calientes y hediondas, bajo el ardor del sol. “La villa de unos dos mil habitantes” —escribió— “tiene una aduana, un arsenal, un astillero ruinoso, un hospital y tres iglesias. Por medio de las huertas, plantadas entre casas, logra una apariencia rural agradable. Sin embargo, la vista panorámica de montañas de fuego, como El Viejo y el Telica, ardientes o por lo menos humeantes, le da un trasfondo inesperadamente majestuoso”.

Sivers recorrió la zona del Pacífico de Nicaragua. Vio en León “un montón de escombros”. Elogió el machete (“la herramienta principal de la casa, la cocina, el huerto, el campo, el bosque […] útil en tiempos de paz, pero también arma mortífera en tiempos de guerra”), en Granada admiró el trabajo de sus orfebres. Y constató las siguientes costumbres: el cigarrillo (“que casi nunca se apaga durante el día”), la bebida del chocolate (“en este país se sabe preparar mejor que en otra parte del mundo”), las peleas de gallos, el juego de naipe y el juego de azar, más el descanso en la hamaca. “Por la puerta abierta de una casa suena un canto melancólico y susurran los acordes de una guitarra. Viejos y mozos, morenos, negros y blancos, hombre y mujer, todos se repachingan en la hamaca”.


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