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sábado, 13 de diciembre de 2008

LA ELEGANCIA

Una persona elegante no se reconoce por su desprecio a los demás. Por el contrario, se reconoce por su caridad heroica, su trato considerado para con pobres y ricos, sin mudar de ardor por conveniencias o gustos.

Se muestra atenta y solícita con un enfermo y con un sano, cueste el sacrificio que signifique tal trato.
Reconocemos a una persona elegante por su forma y modo de elogiar, de estimular, de promover las cosas buenas, bellas y verdaderas. La elegancia es proactiva y estimuladora.

La elegancia elogia cuando podría criticar, escucha cuando podría hablar, cuando calla pudiendo decir habladurías o aumentar rumores. Desecha un mal pensamiento y abriga lo bueno, ganando mucho más las voluntades que haciéndose obedecer a punta de forcejeos y malos ratos. Sabiendo que está por encima de las circunstancias, no se rebaja a descargar su enfado o cólera, pero tampoco se rebaja al halago servil para conseguir favores.

Reconocemos la elegancia en quien es capaz de dominar un grupo de airados sin levantar la voz o en quien se abstiene de humillar a los demás, pudiendo hacerlo.
Una actitud elegante es prestar atención los demás, interesándose en asuntos que desconocemos o poco nos importan. Será elegante quien cumple con su deber sin considerar el beneficio o la opinión de los demás. Es elegante, por ejemplo, si se decidió atender una llamada y responder sin preguntar quien llama para decidir si se continúa o no el diálogo.

Una persona elegante jamás hace notar el esfuerzo o costo de un agasajo a los demás. Tampoco mide un sacrificio razonable si con ello lleva felicidad al prójimo. La cortesía siempre es elegante y la mudanza de estilo para agradar a los demás, jamás es elegante.

La elegancia nos evita el bochorno de hablar de dineros en una charla informal, así como de asuntos cruentos o impresionables. La elegancia aromatiza nuestra palabra eliminando la impertinencia de palabras hirientes o de mal gusto. Ni pensar en las soeces. Siempre será elegante guardar silencio ante una impertinencia, haciendo notar, luego, lo inoportuno o injusto que fue aquel momento.

La elegancia, por tanto, es una cuestión de generosidad. Es la respuesta delicada de la caridad. La elegancia nos vuelve atentos, sonrientes, amables, cooperativos, valiosos. Mirar a los ojos mientras nos hablan, sonreír a quien trata de agradarnos, perdonar una injuria, guardar silencio ante una maledicencia, reprimir un impulso natural pero incivilizado, ¡son tantas las muestras de un alma ennoblecida por la civilización!

D. Rafael Etcheverría

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